He aquí mi respuesta, puramente empírica. Para una explicación ilustrada habrá que acudir a algún excelentísimo miembro del jurado de las estrellas Michelin, que seguramente tendrá a bien contestar con placer a vuestras preguntas.
El caso es que el miércoles pasado me citaron para comer en un recién galardonado restaurante londinense. Acudí jubilosa, por tener en mis papilas la oportunidad de descubrir a qué sabe una estrella de nuevo cuño, pues alguna añeja ya había probado y quería comprobar si la joven sería más jugosa.
Cuando entré al restaurante la primera sensación fue de déjà vu. Enseguida supe que ya había estado ahí antes, no recordaba exactamente si en Nueva York, Barcelona, Tokio o Paris, síntoma inequívoco por tanto de una originalidad abrumadora. Un vestíbulo a media luz y una docena de mozos y mozas vestidos de negro de principio a fin, dando vueltas con cara de trasiego en una sala ambientada con cuatro comensales que aún no tengo claro si eran figurantes para hacer bulto.
Una joven muy diligente nos llevó hasta nuestra mesa, al lado de una ventana gracias a Dios, pues me gusta saber en todo momento qué me estoy llevando a la boca. Y así dio comienzo el espectáculo.
Como no entendía nada de la carta y además soy muy obediente, me dejé llevar por las recomendaciones de la camarera, dispuesta a entregarse a la descripción imposible de los platos con más actitud que tino.
Me eché al pico lo que pude, con el optimismo de una gaviota sobrevolando una alberca en agosto. No diré que la comida fuera mala pues sería incierto, pero podría decir que estaba buenísima si hubiera tenido la oportunidad de saborearla. Cuando la pitanza equivale al aperitivo de un canario hay poco espacio para el deleite.
Con profunda congoja nuestro ágape tocaba a su fin y llegaba el momento de abonar la manduca. Podría decir que fue caro, sí, pero sería injusto si tenemos en cuenta la inversión en uniformes negros y en elementos futurísticos como las bombillas que no alumbran y los tenedores imposibles de sujetar. Ante tal despliegue de medios es comprensible que la provisión de víveres pasara a un segundo plano.
Además, cobrarte por lo que has comido sería de una vulgaridad terrible, más propia de cualquier restaurante terrenal. En los del espacio celeste lo que se paga es la experiencia gastronómica.
Así que, una vez más, haciendo gala de mi docilidad y mi saber estar, di las gracias, aboné lo que me pidieron y recogí mi abrigo del guardarropa no sin antes repartir sonrisas de esas de mandíbula amplia, de enseñar muchos dientes, pues uno debe ser agradecido aún cuando paga su sueldo por no haber comido. Ya ven que el hambre agudiza el ingenio y activa la poesía.
Con la dignidad como peineta y el estómago más rugiente del oeste de Londres, salí a la calle y me metí en el primer restaurante callejero que me guiñó el ojo. Con la vista nublada por el hambre me costó reconocer que no era el restaurante el que me guiñaba el ojo sino Ahmed el adorador que parpadeaba repetidamente víctima de un tic nervioso. Estaba detrás de un mostrador afilando el cuchillo para shawarma y a mi, que no he probado la carne en mi vida, me pareció ese un gesto de lo más seductor. Mi imaginería mental mezclaba sin sentido las galletas de Alicia en el País de las Maravillas con las bodas de Caná de Veronese, claramente en un intento de alcanzar el milagro y saciar tanta gazuza acumulada.
Seguí mi instinto, me senté en un taburete enfrente del asador vertical y en mi plato empezó a llover falafel, batata harra y fattush como café en el campo.
Me olvidé de Michelin, del crunch y del punch, y desde ese día sé que siempre podré contar con Ahmed si me da por estrellarme de nuevo.
Image: Mae Mu on Unsplash